I
Cuando pasaba el alegre grupo de muchachos a remontar cometas —a
los que dicen pintorescamente “papagayos” en mi país— por las colinas de Agua
Blanca, veíamos con horror aquella casucha de adobes rojos techada de palmas y
de pedazos de latón, con el único agujero de su ventana mirando como un ojo
siniestro hacia lo más sombrío del callejón…Rodeábala una palizada de cardos, y
alzábase en el aislado arrabal, más aislada que todas, solamente
protegida por la falda escarpada y áspera del cerro.
Era “la Casa de la Bruja”.
II
Recorriendo
la ciudad, de puerta en puerta, desde el amanecer, recogíase con el día cuando
comenzaban a encenderse las farolas urbanas que parecían arrojarla del poblado.
¡Cuántas veces vi a la luz fantástica de los crepúsculos, más horribles en su
extraña demacración, la nariz más curva y el manto más raído, perderse su
silueta al doblar una esquina, al extremo de las calles rectas y tristes de mi
tierra natal!
— ¡La bruja!
¡La bruja!
Y eran
gritos y pedradas; voces de todos los granujas. Si la acosaban y un guijarro
iba a golpear su pobre armadijo de huesos, sacaba del manto un dedo muy largo,
señalaba el cielo y regonzaba una especie de protesta monótona como una
oración.
— ¿Por qué
no busca un trabajo? Póngase a servir en una casa; usted está ¡buena y sana!
Sin
responder, echaba ella a andar calle abajo ondulando su verdoso manto, como una
bandera de miseria.
III
Pasaba por
la vida fastidiosa de la provincia envuelta en una atmósfera de terror y de
supersticiones; evocaba cosas macabras, vuelos a horcajadas en palos de escoba
para asistir al sabat demoníaco, la misa negra en una cueva pavorosa
cocinando en marmitas de caldo de azufre tiernos niños que morían después de
chuparles la sangre.
Creíamos
verla volar por sobre los techos en Semana Santa, después de beberse el aceite
en las lámparas de las iglesias, cantando el pavoroso estribillo que nos
enseñaron las criadas:
“¡Lunes
y martes
miércoles,
tres!
jueves
y viernes…
Y una voz,
la voz misma de Satanás, añadía:
“Sábado
seis”.
Noches de no
poder dormir viendo su rostro en los pliegues de las ropas colgadas, en las
sombras que hacían danzar sobre las paredes la lámpara encendida a la virgen,
cuya mecha chirriaba de un modo muy particular…Y arropándonos hasta la cabeza,
parecíamos oír el horrible estribillo:
“Domingo
siete”
IV
Para acrecer
aquella superstición del lugar, observábanse en ella detalles que la acusaban,
pruebas que en la edad media hubieran bastado a dar con sus huesos en la
hoguera; ¿para qué eran aquellos misteriosos hacecillos de hierba que ocultaba
en el manto? ¿Qué menjurjes contenía aquel frasco colgado de una cuerda con el
cual mendigaba, en las boticas, aceites o ácido fénico, o bálsamo sagrado,
drogas todas para preparar ungüentos malignos contra la dicha, la fortuna o la
salud de los demás?
Cerca del
matadero público, alguien la sorprendió envolviendo en su pañuelo un cuervo
muerto, y la mañana de un domingo los muchachos del arrabal la hicieron
descender del caballete de la casucha a pedradas. Gritó, furiosa, que estaba
componiendo el techo, porque llovía sobre su cama; pero ¿a quién iba a meterle
tamaño embuste? ¡La había sorprendido al amanecer sobre la casa, al regreso de
la misa del sábado y no pudo bajar al canto de los gallos se le había acabado
“el encanto”!
— ¡Ave María
Purísima! –gritaban desaforadas las mujeres en los corrales. Los perros
ladraban furiosos y aquel día la bruja no pudo salir, porque llovieron, como
nunca, piedras y abrenuncios sobre la casa maldita.
V
Una semana
después el niño de la vecina que fue la primera en avisar la aparición de la
bruja en los techos, murió de una calentura. Se le fue poniendo amarillo,
amarillo como si le chuparan la sangre.
El doctor
dijo lo de siempre: que era paludismo, y el señor Cura, que sin duda no quiso
desmentir al médico, les reprendió ásperamente:
— ¡Qué
brujería, ni hechicería, hatajo de estúpidos! Vivan mejor con Dios y tengan más
caridad para esa infeliz mujer…
Mucho era el
respeto que les merecía aquel rudo pastor lugareño y francote que llevaba a pie
a la hora que fuese, bajo el sol o bajo la lluvia, amparado en su paraguas, los
auxilios diversos a dos y tres leguas a la redonda. Pero nada pudo contra el
rencor del vecindario hacia aquella malvada mujer que vivía matando niños y
echando daños: patios enteros de gallinas que se perdían víctimas del moquillo;
hombres que siempre fueron excelentes maridos se “pegaban” a otra; el pan de
maíz casi nunca levantaba en el budare; hubo viruelas…
— ¡Nada!
¡Nada! Digan lo que digan, esa mujer va a acabar con el vecindario.
Y
resolvieron llevar la queja a la autoridad.
VI
El consabido
andino y Jefe Civil oyó gravemente la denuncia. Depusieron los testigos, se
acumularon pruebas fehacientes, y el más caracterizado, el padre de la criatura
muerta formuló:
—Nosotros no
queremos el mal de naiden, contrimás el de una pobre sola; pero es el caso que
no nos deja vida; y ya no es con las cosas de la mujer diuno; de la salú y de
los animales, sino que asina mesmo quiere urtimarle a uno las creaturas…Y eso
no, señor Jefe-civil, eso sí que no –protestó con la voz sofocada de lágrimas
al recuerdo de su hijito muerto.
El
funcionario apoyó la demanda. ¿Acaso él no sabía a qué atenerse con las gentes
ociosas y mal entretenidas?
— ¿Cómo le
parece a busté? —añadió—.Siempre paran en brujerías. En Capacho se dio el caso
de una bruja, pero noje pasaron ocho días cuando ya el Bachiller Primitivo le
buscó la contra, ¿no?
Luego
los despidió solemne:
—Bueno,
pues, ya la autoridaz está en cuenta para proceder. Váyanse tranquilos, los
amigos.
Y como era
hombre activo y eficaz, organizó la patrulla para caerle encima esa misma noche
y sorprenderla en plena “brujería”.
— ¡La vamos
a coger infraganti! –dijo gozoso al secretario terciándose la peinilla. Busté
se me queda en el teléfono por si acaso…
La ronda
aumentada con los vecinos que esa noche se incorporaron voluntarios, rodeó la
casa misteriosa. Y con el Jefe Civil a la cabeza se deslizaron ocho hombres por
debajo de la palizada. Trataba éste de darle ánimos y le salían el miedo y los
refranes con igual violencia.
—Procuren no
hacer bulla, porque “brujo no duerme”. En el silencio nocturno, negra y muda,
se alzaba la casa. Parecíales más lógreba, más siniestra, más grande.
De repente
uno señaló un bulto hacia el centro del patio.
— ¡Veánla,
allí está!
— ¡Ave María
Purísima! –masculló otro.
Y un tercero
prudente aconsejó con voz temblorosa:
— ¡No le
diga asina, compadre, que se nos vuela!
— ¡Sí le
liga! –exclamó valerosamente el Jefe-civil, santiguándose en la oscuridad.
Y
heroicamente hizo irrupción seguido de sus ocho valientes.
— ¡Vamos a
ver, pues, qué tiene la amiga por aquí! Sorprendida la pobre mujer, nada
respondió, arrojando la colilla del tabaco que fumaba, con el fuego hacia
dentro, en un reguero de chispas; ese triste hábito de lavanderas y de ancianas
hambrientas, que así logran conservar algún calor dentro de la boca. Pero
aquellos hombres jurarían que ella escupía candela. Y uno tímido, con las
piernas y la voz debilísimas, saludó aterrado:
— ¡Buenas
noches, mi señora!
—Vamos,
ordenó reponiéndose el Jefe, al constatar que era un cabo de tabaco: –¡Basta de
necedades! Prenda una luz, señora.
—Yo no tengo
vela…–balbuceó todavía llena de terror.
Y él,
heroico, la increpó en tono burlón:
—No venga
con eso. ¿Brujo sin vela?… ¡Basirruque!
—Venimos a
registrarle la casa –advirtió el segundo en carácter.
—Pues yo no
tengo luz, y aunque tuviera no la encendería para que otro venga a registrarme
la casa –repuso resuelta, poniéndose de pie, comprendiendo de súbito lo que aquellos
hombres pretendían.
—Mire,
señora —aconsejó el que temía que echase a volar—, no se oponga a la autoridad:
el señor es el Jefe-civil de la parroquia, el general Circuncisión Uribe. Y
designó al cabecilla, quien, a su vez, desnudando la peinilla, intimó:
—¡Uno que
encienda algo, vamos!
Y mientras
corría alguno al vecindario en busca de un candil, la infeliz protestaba
enérgicamente de aquel atropello. Ella era una pobre mujer, sola, que no hacía
daño a ninguna persona; que no se metía con nadie, ¿por qué, pues, la acosaban
hasta en su casa como aun perro rabioso?
—Esto lo
vamos a ver… —observó el Jefe. Por el momento, si no tiene nada malo que
esconder, ¿por qué se opone a la autoridaz?
— ¡Porque
estoy en mi casa!
—Esa no es
razón, mi señora –concilió el vecino, que esperaba verla salir volando de un
momento a otro.
—Ultimadamente,
con la autoridaz no se discute… ¡Aquí está ya luz!
Mientras
uno, delante, empuñaba en alto el candil, el grupo de héroes avanzó hacia la
puerta de la única habitación que había a lo largo del cobertizo, y en cuyo
umbral como una leona, con la cabeza desmelenada y los brazos abiertos, la
mujer se irguió:
— ¡Aquí me
matan ustedes, pero no pasan, no pasan!
Era tan
soberbia la actitud de la desgraciada, que retrocedieron intimidados…Pero
alguno gritó, con el grito gozoso y salvaje de los cazadores de montaña:
— ¡No les
decía yo que aquí había algo!
—Apártese,
señora.
Y manos
villanas, que nunca falta, la apartaron de un empujón formidable, brutal, para
aquella armadura de huesos.
Cayó
encorvada, golpeando la pared con la frente, ronca de rabia y de impotencia.
—
¡Sinvergüenzas! ¡Cobardes!
La luz del
mechón alumbró un aposento estrecho; en los muros había colgadas ropas, telas
de araña, manojos de plantas, un tabla mugrienta, aparador y altar del Santo
borroso en que ella se apoyaba…Y al bajar la luz dieron un grito que el horror
ahogó en las gargantas.
Sobre un
camastro cubierto de hojas de plátano, tostadas por la fiebre, estaba una
cosa hinchada, deforme que debía ser algo humano, pero tan monstruoso y lleno
de escamas y de oscuras pústulas, que más se asemejaba a esos troncos muertos
bajo la roña vegetal.
Aquello
trató de incorporarse. Y vieron, entonces, en un rostro tumefacto, encuadrado
por dos orejas enormes, como dos lonjas de carne fresca, los ojos reventados,
que lloraban un pus sanguinolento, el agujero negro, que era boca y nariz donde
bailaba la lengua horriblemente, ululando y lamento, una especie de aullido,
como el rumor del agua pues a hervir.
— ¡Un
lázaro! ¡Un lázaro!
Y dejando
caer el candil que se apagó en un silbido de tragedia, huyeron enloquecidos por
el espanto.
Sí, un
lázaro; un desgraciado a quien la enfermedad antigua y tremenda iba devorando
lentamente a pedazos sobre la yacija de su miseria; un atacado del viejo mal de
la Escritura, que martirizó a los profetas y a los santos; otra víctima del
remoto contagio asiático, que los cruzados llevaron a Europa, y a los barcos
negreros trajeron a la América desde el litoral africano.
Toda la
brujería de la bruja era aquel pobre leproso, aquel hijo infeliz que ocultaba
en el fondo del casucho, riñendo con el más sagrado de los heroísmos, una diaria
batalla contra el hambre, las enfermedades y los hombres… A esa bruja horrenda
que llenaba de odio y de pavor a los niños de la ciudad, su enfermo, su hijo,
en las cóleras inmensas de la desesperación, en el negro humor de su desgracia,
la tiraba de los cabellos, la golpeaba brutalmente, la estrechaba contra sus
carnes hinchadas para contagiarle el horrible mal.
VII
El enfermo
fue recluido en la leprosería de Cabo Blanco; su madre estuvo detenida unos
días y luego no se supo más de ella…La autoridad dispuso quemar la casa que se
aislara el sitio.
Por eso
cuando regresaba el alegre grupo de muchachos a remontar “papagayos” en la
colina de Agua Blanca y nos sorprendía el anochecer cerca de la casa maldita
–de la cual no quedaba sino un pedazo de techo, la pared de adobes rojos y el
negro agujero de la ventana– pasábamos corriendo.
Nos parecía
que la bruja iba a asomar por aquel hueco la cabeza desmelenada para
maldecirnos…
VIII
Cuando
encuentres, al paso, en las calles desiertas de tu ciudad natal, una de esas
ancianas que parecen huir, encorvadas y tímidas, amparándose a la sombra
irrisoria de los aleros o refugiadas de la lluvia en el quicio de algún portón,
no les quites la acera ni vuelvas el rostro con disgusto. Tú no sabes, ¡oh
transeúnte! , qué prodigio de heroísmo, de abnegación y de amor ocultan a veces
esos mantos raídos de las pobres viejecitas brujas.
José Rafael Pocaterra.