Espacio para la publicación de noveles autores

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Los Cuervos Literarios nace de una inquietud que tenía tiempo revoloteando en la mente de Adolfo Salavarría , la cual le llevó a unir en u...

domingo, 4 de junio de 2017

Las Sátiras de Kevin Ramírez

Kevin Ramírez es un joven estudiante de Los Teques, participó en el "Taller de Creación Poética" dictado por nuestro cofundador Adolfo Salavarría y desde un primer momento Kevin mostró lo que sería la manera como escribiría. Los Cuervos Literarios comparte con ustedes un poco de su trabajo, que sigan los frutos.

Amigos para la vida

La vida pasa
y nada queda,
los años no perdonan
ni se quejan,
los amigos se van
y no quedan para siempre,
unos falsos y otros verdaderos,
aunque ambos sean por momentos,
tú solo agradece
y mira su desempeño,
ten en cuenta que solo puedes caminar con ellos
en un breve tiempo,
sé alguien serio y concreto,
solo espera,
que si son buenos amigos...
regresarán en algún momento,
sin más na' que decir,
solo espera tu destello.


Escrituras sobre mí

En mis noches de augurios,
en mis noches de frío,
te escribo a ti y no sé porqué lo digo,
esas noches de pesadillas
lo escribo, no para que te guste,
ni animarme,
para mí son solo palabras escritas
que salen de mí,
pensamientos que rondan en mi cabeza
que solo puedo escribirlos
porque así es mejor,
para no olvidarlos
ni en visto dejarlos,
no te creas muy importante,
pues, no todos son para ti,
algunos son para la vida
y otros para mí.


El amor de Farafá

Farafá tenía a Migraña,
Migraña tenía a Farafá,
todos los días con ella se levantaba
aunque sea desde la cama,
no siempre al levantarse la encontraba,
a veces desde el mediodía comenzaban
¡pero algo es cierto!
Siempre la agarraba,
Farafá ya se acostumbraba
a tal Migraña,
ya ni le fastidiaba,
siendo extraño
pero en realidad Farafá
ya no se quejaba,
así Farafá quedó junto a Migraña
y por ella la vida daba,
así terminando en la tumba abrazados.

¡Sí! Esa fue la historia de Farafá,
la historia de amor junto a Migraña.
 
 Sátiras de mi vida (III)

Sátiras, sátiras, sátiras...
¿Qué piensan de ti?
Algunos las rechazan,
y yo las escribo así,
a veces no en la noche
sino también de día,
no todas felices,
ni todas tristes
¡aunque sí!
su sarcasmo siempre existe,
unas buenas
quizás otras malas,
pues siempre escribo lo que me dicte
¡por supuesto! la razón
y no el corazón,
sino serían románticas
y no llenas de pavor.

Con esta guitarra siempre me inspiro
y apuesto que nadie sabe que esto escribo,
hasta que un día se publique en un rinconcito,
mientras, seguiré escribiendo las sátiras de mi vida
¡pero con otra intención!

martes, 23 de mayo de 2017

Desde mi auto exilio


Venezuela fue considerada durante mucho tiempo como una nación de personas hospitalarias, donde las personas de otras latitudes eran recibidas con las brazos abiertos sin importar cuál había sido su punto de partida o la razón por la cual pisaban estas tierras.

Sin embargo, la historia ha cambiado de un tiempo para acá. Ahora, son cientos de venezolanos los que buscan un mejor destino en otras latitudes y, no son pocos los que ven renacer su patriotismo una vez que cruzan las fronteras. 

En Los Cuervos Literarios te invitamos a leer "Desde mi auto exilio" en el blog personal de su autor





martes, 18 de abril de 2017

La casa de la bruja - José Rafael Pocaterra

I
Cuando pasaba el alegre grupo de muchachos a remontar cometas —a los que dicen pintorescamente “papagayos” en mi país— por las colinas de Agua Blanca, veíamos con horror aquella casucha de adobes rojos techada de palmas y de pedazos de latón, con el único agujero de su ventana mirando como un ojo siniestro hacia lo más sombrío del callejón…Rodeábala una palizada de cardos, y alzábase en el aislado arrabal,   más aislada que todas, solamente protegida por la falda escarpada y áspera del cerro.
Era “la Casa de la Bruja”.
II
Recorriendo la ciudad, de puerta en puerta, desde el amanecer, recogíase con el día cuando comenzaban a encenderse las farolas urbanas que parecían arrojarla del poblado. ¡Cuántas veces vi a la luz fantástica de los crepúsculos, más horribles en su extraña demacración, la nariz más curva y el manto más raído, perderse su silueta al doblar una esquina, al extremo de las calles rectas y tristes de mi tierra natal!
— ¡La bruja! ¡La bruja!
Y eran gritos y pedradas; voces de todos los granujas. Si la acosaban y un guijarro iba a golpear su pobre armadijo de huesos, sacaba del manto un dedo muy largo, señalaba el cielo y regonzaba una especie de protesta monótona como una oración.
— ¿Por qué no busca un trabajo? Póngase a servir en una casa; usted está ¡buena y sana!
Sin responder, echaba ella a andar calle abajo ondulando su verdoso manto, como una bandera de miseria.
III
Pasaba por la vida fastidiosa de la provincia envuelta en una atmósfera de terror y de supersticiones; evocaba cosas macabras, vuelos a horcajadas en palos de escoba para asistir al sabat demoníaco, la misa negra en una cueva pavorosa  cocinando en marmitas de caldo de azufre tiernos niños que morían después de chuparles la sangre.
Creíamos verla volar por sobre los techos en Semana Santa, después de beberse el aceite en las lámparas de las iglesias, cantando el pavoroso estribillo que nos enseñaron las criadas:
“¡Lunes y martes
miércoles, tres!
jueves y viernes…
Y una voz, la voz misma de Satanás, añadía:
“Sábado seis”.
Noches de no poder dormir viendo su rostro en los pliegues de las ropas colgadas, en las sombras que hacían danzar sobre las paredes la lámpara encendida a la virgen, cuya mecha chirriaba de un modo muy particular…Y arropándonos hasta la cabeza, parecíamos oír el horrible estribillo:
“Domingo siete”
IV
Para acrecer aquella superstición del lugar, observábanse en ella detalles que la acusaban, pruebas que en la edad media hubieran bastado a dar con sus huesos en la hoguera; ¿para qué eran aquellos misteriosos hacecillos de hierba que ocultaba en el manto? ¿Qué menjurjes contenía aquel frasco colgado de una cuerda con el cual mendigaba, en las boticas, aceites o ácido fénico, o bálsamo sagrado, drogas todas para preparar ungüentos malignos contra la dicha, la fortuna o la salud de los demás?
Cerca del matadero público, alguien la sorprendió envolviendo en su pañuelo un cuervo muerto, y la mañana de un domingo los muchachos del arrabal la hicieron descender del caballete de la casucha a pedradas. Gritó, furiosa, que estaba componiendo el techo, porque llovía sobre su cama; pero ¿a quién iba a meterle tamaño embuste? ¡La había sorprendido al amanecer sobre la casa, al regreso de la misa del sábado y no pudo bajar al canto de los gallos se le había acabado “el encanto”!
— ¡Ave María Purísima! –gritaban desaforadas las mujeres en los corrales. Los perros ladraban furiosos y aquel día la bruja no pudo salir, porque llovieron, como nunca, piedras y abrenuncios sobre la casa maldita.
V
Una semana después el niño de la vecina que fue la primera en avisar la aparición de la bruja en los techos, murió de una calentura. Se le fue poniendo amarillo, amarillo como si le chuparan la sangre.
El doctor dijo lo de siempre: que era paludismo, y el señor Cura, que sin duda no quiso desmentir al médico, les reprendió ásperamente:
— ¡Qué brujería, ni hechicería, hatajo de estúpidos! Vivan mejor con Dios y tengan más caridad para esa infeliz mujer…
Mucho era el respeto que les merecía aquel rudo pastor lugareño y francote que llevaba a pie a la hora que fuese, bajo el sol o bajo la lluvia, amparado en su paraguas, los auxilios diversos a dos y tres leguas a la redonda. Pero nada pudo contra el rencor del vecindario hacia aquella malvada mujer que vivía matando niños y echando daños: patios enteros de gallinas que se perdían víctimas del moquillo; hombres que siempre fueron excelentes maridos se “pegaban” a otra; el pan de maíz casi nunca levantaba en el budare; hubo viruelas…
— ¡Nada! ¡Nada! Digan lo que digan, esa mujer va a acabar con el vecindario.
Y resolvieron llevar la queja a la autoridad.
VI
El consabido andino y Jefe Civil oyó gravemente la denuncia. Depusieron los testigos, se acumularon pruebas fehacientes, y el más caracterizado, el padre de la criatura muerta formuló:
—Nosotros no queremos el mal de naiden, contrimás el de una pobre sola; pero es el caso que no nos deja vida; y ya no es con las cosas de la mujer diuno; de la salú y de los animales, sino que asina mesmo quiere urtimarle a uno las creaturas…Y eso no, señor Jefe-civil, eso sí que no –protestó con la voz sofocada de lágrimas al recuerdo de su hijito muerto.
El funcionario apoyó la demanda. ¿Acaso él no sabía a qué atenerse con las gentes ociosas y mal entretenidas?
— ¿Cómo le parece a busté? —añadió—.Siempre paran en brujerías. En Capacho se dio el caso de una bruja, pero noje pasaron ocho días cuando ya el Bachiller Primitivo le buscó la contra, ¿no?
Luego los  despidió solemne:
—Bueno, pues, ya la autoridaz está en cuenta para proceder. Váyanse tranquilos, los amigos.
Y como era hombre activo y eficaz, organizó la patrulla para caerle encima esa misma noche y sorprenderla en plena “brujería”.
— ¡La vamos a coger infraganti! –dijo gozoso al secretario terciándose la peinilla. Busté se me queda en el teléfono por si acaso…
La ronda aumentada con los vecinos que esa noche se incorporaron voluntarios, rodeó la casa misteriosa. Y con el Jefe Civil a la cabeza se deslizaron ocho hombres por debajo de la palizada. Trataba éste de darle ánimos y le salían el miedo y los refranes con igual violencia.
—Procuren no hacer bulla, porque “brujo no duerme”. En el silencio nocturno, negra y muda, se alzaba la casa. Parecíales más lógreba, más siniestra, más grande.
De repente uno señaló un bulto hacia el centro del patio.
— ¡Veánla, allí está!
— ¡Ave María Purísima! –masculló otro.
Y un tercero prudente aconsejó con voz temblorosa:
— ¡No le diga asina, compadre, que se nos vuela!
— ¡Sí le liga! –exclamó valerosamente el Jefe-civil, santiguándose en la oscuridad.
Y heroicamente hizo irrupción seguido de sus ocho valientes.
— ¡Vamos a ver, pues, qué tiene la amiga por aquí! Sorprendida la pobre mujer, nada respondió, arrojando la colilla del tabaco que fumaba, con el fuego hacia dentro, en un reguero de chispas; ese triste hábito de lavanderas y de ancianas hambrientas, que así logran conservar algún calor dentro de la boca. Pero aquellos hombres jurarían que ella escupía candela. Y uno tímido, con las piernas y la voz debilísimas, saludó aterrado:
— ¡Buenas noches, mi señora!
—Vamos, ordenó reponiéndose el Jefe, al constatar que era un cabo de tabaco: –¡Basta de necedades! Prenda una luz, señora.
—Yo no tengo vela…–balbuceó todavía llena de terror.
Y él, heroico, la increpó en tono burlón:
—No venga con eso. ¿Brujo sin vela?… ¡Basirruque!
—Venimos a registrarle la casa –advirtió el segundo en carácter.
—Pues yo no tengo luz, y aunque tuviera no la encendería para que otro venga a registrarme la casa –repuso resuelta, poniéndose de pie, comprendiendo de súbito lo que aquellos hombres pretendían.
—Mire, señora —aconsejó el que temía que echase a volar—, no se oponga a la autoridad: el señor es el Jefe-civil de la parroquia, el general Circuncisión Uribe. Y designó al cabecilla, quien, a su vez, desnudando la peinilla, intimó:
—¡Uno que encienda algo, vamos!
Y mientras corría alguno al vecindario en busca de un candil, la infeliz protestaba enérgicamente de aquel atropello. Ella era una pobre mujer, sola, que no hacía daño a ninguna persona; que no se metía con nadie, ¿por qué, pues, la acosaban hasta en su casa como aun perro rabioso?
—Esto lo vamos a ver… —observó el Jefe. Por el momento, si no tiene nada malo que esconder, ¿por qué se opone a la autoridaz?
— ¡Porque estoy en mi casa!
—Esa no es razón, mi señora –concilió el vecino, que esperaba verla salir volando de un momento a otro.
—Ultimadamente, con la autoridaz no se discute… ¡Aquí está ya luz!
Mientras uno, delante, empuñaba en alto el candil, el grupo de héroes avanzó hacia la puerta de la única habitación que había a lo largo del cobertizo, y en cuyo umbral como una leona, con la cabeza desmelenada y los brazos abiertos, la mujer se irguió:
— ¡Aquí me matan ustedes, pero no pasan, no pasan!
Era tan soberbia la actitud de la desgraciada, que retrocedieron intimidados…Pero alguno gritó, con el grito gozoso y salvaje de los cazadores de montaña:
— ¡No les decía yo que aquí había algo!
—Apártese, señora.
Y manos villanas, que nunca falta, la apartaron de un empujón formidable, brutal, para aquella armadura de huesos.
Cayó encorvada, golpeando la pared con la frente, ronca de rabia y de impotencia.
— ¡Sinvergüenzas! ¡Cobardes!
La luz del mechón alumbró un aposento estrecho; en los muros había colgadas ropas, telas de araña, manojos de plantas, un tabla mugrienta, aparador y altar del Santo borroso en que ella se apoyaba…Y al bajar la luz dieron un grito que el horror ahogó en las gargantas.
Sobre un camastro cubierto de  hojas de plátano, tostadas por la fiebre, estaba una cosa hinchada, deforme que debía ser algo humano, pero tan monstruoso y lleno de escamas y de oscuras pústulas, que más se asemejaba a esos troncos muertos bajo la roña vegetal.
Aquello trató de incorporarse. Y vieron, entonces, en un rostro tumefacto, encuadrado por dos orejas enormes, como dos lonjas de carne fresca, los ojos reventados, que lloraban un pus sanguinolento, el agujero negro, que era boca y nariz donde bailaba la lengua horriblemente, ululando y lamento, una especie de aullido, como el rumor del agua pues a hervir.
— ¡Un lázaro! ¡Un lázaro!
Y dejando caer el candil que se apagó en un silbido de tragedia, huyeron enloquecidos por el espanto.
Sí, un lázaro; un desgraciado a quien la enfermedad antigua y tremenda iba devorando lentamente a pedazos sobre la yacija de su miseria; un atacado del viejo mal de la Escritura, que martirizó a los profetas y a los santos; otra víctima del remoto contagio asiático, que los cruzados llevaron a Europa, y a los barcos negreros trajeron a la América desde el litoral africano.
Toda la brujería de la bruja era aquel pobre leproso, aquel hijo infeliz que ocultaba en el fondo del casucho, riñendo con el más sagrado de los heroísmos, una diaria batalla contra el hambre, las enfermedades y los hombres… A esa bruja horrenda que llenaba de odio y de pavor a los niños de la ciudad, su enfermo, su hijo, en las cóleras inmensas de la desesperación, en el negro humor de su desgracia, la tiraba de los cabellos, la golpeaba brutalmente, la estrechaba contra sus carnes hinchadas para contagiarle el horrible mal.
VII
El enfermo fue recluido en la leprosería de Cabo Blanco; su madre estuvo detenida unos días y luego no se supo más de ella…La autoridad dispuso quemar la casa que se aislara el sitio.
Por eso cuando regresaba el alegre grupo de muchachos a remontar “papagayos” en la colina de Agua Blanca y nos sorprendía el anochecer cerca de la casa maldita –de la cual no quedaba sino un pedazo de techo, la pared de adobes rojos y el negro agujero de la ventana– pasábamos corriendo.
Nos parecía que la bruja iba a asomar por aquel hueco la cabeza desmelenada para maldecirnos…
VIII
Cuando encuentres, al paso, en las calles desiertas de tu ciudad natal, una de esas ancianas que parecen huir, encorvadas y tímidas, amparándose a la sombra irrisoria de los aleros o refugiadas de la lluvia en el quicio de algún portón, no les quites la acera ni vuelvas el rostro con disgusto. Tú no sabes, ¡oh transeúnte! , qué prodigio de heroísmo, de abnegación y de amor ocultan a veces esos mantos raídos de las pobres viejecitas brujas.
José Rafael Pocaterra.

domingo, 26 de marzo de 2017

Jóvenes Poetas

La escritura siempre ha estado presente en las necesidades del hombre, quizá algunos no lo consideren así, pero como prueba de ellos podemos citar la gran cantidad de escritos en diferentes maneras e idiomas conocidos y por imaginar. En ocasiones, solo se necesita un incentivo para que poder plasmar las ideas, Los Cuervos Literarios se enorgullecen de presentar a estos jóvenes poetas, de los cuales estamos seguros les darán a nuestros lectores mucho que leer.

Belleza (Bárbara Navas)

 Belleza,
esa palabra me mandaron a expresar
¿Cómo hacerlo?
Si tu belleza es externa,
se centra solo en tus ojos,
en tu risa que resuena,
tu belleza no puede estar
en tu interior
porque eres frío como el hielo
y seco como el desierto.

¿Cómo hablar de tu belleza?
si es tan complicada,
si cuando te mando flores
tú me mandas dagas,
puedo decir lo bella que es una flor
o cuando se esconde el sol,
pero de ti,
no hay más que esa belleza exterior.

De mí, para ti (Demi Peña)

En mi corazón siempre te guardé,
en mi corazón siempre te admiré,
con mi corazón siempre te cuidé,
en mi corazón siempre te tendré.

Mi corazón siempre te pertenecerá
aunque conmigo no quieras estar.

En mi corazón siempre estarás
te amaré hasta el final.

La forma de expresarte (Navil Roselló)

Ya no sé cómo expresarme,
ya nada tiene sentido.

Tu forma de expresarte
es como un tornado,
siempre da vueltas
y mi cabeza se marea,
¡ah! ¡Pero vaya coincidencia!,
yo me expreso igual.

Esa forma de expresarte,
no la vayas a cambiar.
 

domingo, 5 de marzo de 2017

Taller de Creación Poética (8)

En nuestra penúltima reunión antes de presentar el trabajo realizado al público recibimos la visita del Diario Avance http://diarioavance.com/artes-y-espectaculos/cultura/poesia-los-pequenos-la-cecilio-acosta/

Los estudiantes realizaron nuevos poemas:

Sátiras de mi Vida (Kevin Ramírez)

Noche, linda y oscura,
peligrosa pero rabiosa,
escribiendo con sarcasmo
así me siento e inspiro yo,
escribiendo muchas sátiras
me la paso yo
sin hablar ni pensar
escribo estos versos yo.

Arte Poética (Samuel de Andrade)

Escribo con inspiración
por esos ángeles caídos
con ganas de disfrutar placeres,
desde muy atrevidos
hasta muy suculentos
escribo esto porque quiero
que ellos vuelvan al cielo,
pero eso es imposible
porque son bien retrogrados.

Mamá Te Quiero (Mariangel Flores)

Mi mamá hace todo por mí,
yo la adoro con todo mi corazón,
y no sé qué puedo hacer,
pero lo que ella hace,
no lo puedo perder,
y por toda razón,
esta poesía la escribo yo.

Felicidad (Navil Roselló)

A mí me gusta escribir
tan solo si tiene sentido
ya que si no rima
no lo pasaría ni con vino,
me deleita tu sonrisa
que es de forma muy bonita
y con mis letras emito sonido
un sentimiento de felicidad,
y lo escribo por ti
mi mayor felicidad,
mi mundo de luz
espero siempre mantengas el glamour.

La Música... (Kiowa Calzadilla)

Algo tan sorprendente
te llena el alma y te hace vivir,
te hace sentir feliz,
ella nunca te fallará,
ella siempre te acompañará,
para ella escribo hoy,
ella siempre llena mi corazón,
me llena el alma completa,
complementa mi existencia,
si ella no existiera
no sé qué sería de mí...
si la música no existiera
no sé qué podría hacer,
ella me acompaña en mi insomnio
y me ayuda a crecer.

Arte Poética (Eurelis Rangel)

Te escribo porque te amo
y porque me respiro en ti.

El sol brilla fuerte,
es la luz de la mañana,
tus zafiros me hipnotizan
y tus ojos son mi vida.

Como aquella bella luciérnaga
que brilla todo el día.

Eso eres,
una bella luciérnaga
que ilumina mi día.

Para Ti (Paola López)

Para ti,
que tu recuerdo aún vive en mí,
porque te extraño,
porque de menos te echo,
quizás no vuelvas,
pero aún así,
te escribo estos versos.

Arte Poética (Víctor Gil)

Hoy tengo flojera y por eso escribo este verso,
del cual no tengo idea de qué escribir
pero recuerdos un poco dispersos vienen a mí,
escribo este poema porque hoy tengo flojera,
pero veo un día bonito que afuera me espera.

Escritos (Bárbara Navas)

Mi corazón late sin cesar
y a ti te escribo para poderlo expresar,
tú iluminas mis noches obscuras
y ni siquiera te inmutas,
con tu hermosa mirada azul
desprendes una cegante luz.

Para ti son estos versos
que expresan mi amor eterno
y escribo con un intenso deseo.

viernes, 3 de marzo de 2017

Cadáver Exquisito

Según http://bvhumanidades.usac.edu.gt/items/show/133 "Cadáver exquisito es una técnica por medio de la cual se ensamblan colectivamente un conjunto de palabras o imágenes; el resultado es conocido como cadáver exquisito o cadavre exquis en francés. Es una técnica usada por los surrealistas en 1925, y se basa en un viejo juego de mesa llamado "consecuencias" en el cual los jugadores escribían por turno en una hoja de papel, la doblaban para cubrir parte de la escritura, y después la pasaban al siguiente jugador para otra colaboración."

Esa técnica la trabajamos en nuestro "Taller de Creación Poética para estudiantes de educación media general" y el resultado lo pueden apreciar bajo estas líneas:

Cadáver Exquisito I

"No sé qué te ocurre, que tan rápido te aburres
me siento bien junto a ti
la muerte llegó sin avisar
¿Qué haces? ¿Te sientes bien?
tu amor me hace bien
y nunca lo imaginé
porque iluminas mis versos
¡Vivan las hallacas!
este cadáver se va a la basura
la soledad es nuestra mejor amiga
hoy empiezo mi aventura
iluminando con mi guitarra
con una leve pero emocionante melodía de fondo...
ángeles caídos."



Cadáver Exquisito II

"Tú iluminas mis noches obscuras
y nunca pensé que esto pasaría
las tomadas grandes que tocó
recuerda esconder el cadáver
recuerda, que nunca escaparás de él
feliz sin ti nunca
me siento feliz junto a ti
me haces feliz
tus ojos me guían
¡Contigo siempre estaré!
y si el baño huele mal recuérdate de mí
desde un verso lleno de emoción, hasta los más deprimentes...
en la noche oscura yo te pienso
Te quiero, te adoro, que te vaya mejor."

jueves, 2 de marzo de 2017

Taller de Creación Poética (7)

Ya se acerca el día donde los estudiantes presentaran en un poema (ardua y complicada tarea) lo aprendido durante este mes del "Taller de Creación Poética". De verdad me complace decir que estuve con ellos durante este aprendizaje mutuo.



Estas rimas para ti (Angela Alfaro)

Para sentirte conmigo
Para pensarte otra vez
Para que mis pensamientos lleguen
a la punta de tus pies
con lágrimas en los ojos
te pienso una noche más
Por eso escribo estas rimas
que me recuerdan que nunca volverás.

Sentimientos (Víctor Hernández)

Los versos que hoy escribo
los hago para el amor,
para la tristeza y el odio,
también para el humor,
le expreso al mundo
todos mis sentimientos
para que ellos sientan
lo que yo siento,
para que sientan el dolor
que hay en mi corazón,
aunque no quiero
que todo sea dolor,
también quiero que haya amor,
para ti mundo
que cambias mis sentimientos,
hoy quiero cambiar los tuyos
y así hacerte mejor,
para ti mundo
mis sentimientos
hoy te entrego.


Mejor Amiga (Eduangeli Velandria)

Te escribo porque la pelea
que tuvimos no sirvió de nada,
te pido perdón porque eres
mi mejor amiga, naturalmente,
eres la mejor amiga del mundo.

Un saludo para ti (Demi Peña)

Para que también sientas mi dolor
Para que veas como lo hacía yo
Para que notes que no era solo un pasatiempo
y que era más que una pasión.

Porque debes saber que esto me hacía feliz
y oír tus críticas me hacía sufrir.

Porque creo que como padre debes notar,
que a tu hija, tu falta de apoyo la hace dudar.

Escribo para que me puedas entender
aunque tu opinión, la verdad,
de nada me va a valer.

miércoles, 1 de marzo de 2017

La Gallina Degollada - Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.